sábado, 4 de octubre de 2008

Verano 2008 (1) LA VALLE D'ITRIA.

La llegada a Puglia fue accidentada por el cambio de horario no anunciado de la compañía de bajo coste que escogimos para volar a Bari. Resulta que cuando uno compra un vuelo de éstos (con tarifa cerrada de las que son imposibles de anular ni de cambiar de fecha), debe controlar unos días antes que no se lo hayan retrasado, 8 horas por ejemplo (como fue nuestro caso). Volábamos por la tarde, así que la perspectiva de romper nuestros planes y llegar de madrugada era especialmente grave porque precisábamos del coche para llegar a nuestro primer hotel, a unos 80 km del aeropuerto. Afortunadamente la empresa con la que teníamos contratado el alquiler del coche actuó de manera muy profesional y nos aseguraron la permanencia de un empleado hasta que llegase el vuelo (finalmente a la una y media de la mañana).

A pesar de este primer contratiempo, que nos obligaba ya a retocar la ruta y eliminar nuestros planes de visita para la primera tarde, llegamos finalmente a un confortable hotel de las afueras de Martina Franca, ciudad base que escogimos para recorrer la zona del valle de Itria y la costa sur de Bari. Esta ciudad, en principio desconocida para mí, apareció por primera vez en mi cabeza a raíz de un CD que compré hace meses del Idomeneo de Mozart grabado en vivo en una representación del festival de ópera que tiene lugar en el Palazzo Ducale de esta localidad hasta entonces desconocida para mí.

Tras descansar unas horas nos lanzamos sobre la ciudad, que está muy limpia y cuidada. En la mayoría de ciudades que visitamos se preparaban las fiestas locales, siempre con el levantamiento de unas estructuras de madera de formas florales muy festivas y llenas de bombillas, forrando las calles principales. Sin embargo, hay que reconocer que desde el punto de vista del turista eliminan las vistas de muchos monumentos. En Martina Franca nos tocó la primera, y en esta ocasión ocultaba la visión de la plaza principal del pueblo que, aún así, nos conquistó con su aire pintoresco y sus callejuelas llenas de encanto.


En Martina Franca se produjo nuestro primer contacto con las iglesias y palacios barrocos que salpican esta región septentrional de Italia. Algunas calles me hicieron recordar las calles palaciegas de algunas ciudades andaluzas que conozco bien, como Osuna o Carmona, y que trazaron ya entonces ese vínculo especial con mi tierra de origen que he sentido en muchos de los lugares que he recorrido en este viaje.


Marina Franca es pequeña y manejable, con un centro casi circular en el que uno se deja perder con ganas para admirar los rincones llenos de perspectivas, de palacios y torres, plazas y callejas de arquitectura encalada y limpia. Tiene un aire entre señorial y rural que me gustó.

Desde ahí emprendimos el recorrido a todo el valle d' Itria, que la rodea y que aparece ondulante y poblado de una mezcla de vegetación mediterránea que se siente bastante autóctona (qué pena la manipulación paisajística que hemos ejercido en España, no sólo a nivel estético sino ecológico) en el que el olivo se erige como especie reina.

Esta zona del interior de Puglia se caracteriza por los Trulli, construcciones autóctonas de forma circular y tejado cónico que resultan de lo más pintoresco y que atraen a millares de turistas (especialmente italianos) a la zona para observar estas construcciones que tienen cierto acento atávico, pero que son muy fotogénicas.


En el centro del valle se levanta Alberobello, que reúne todo un casco urbano de este tipo de construcciones y que está preservado por su catalogación como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. El calor caía a plomo, pero aún así disfrutamos mucho de la pequeña localidad, y lo hicimos casi en soledad (cuando todas las guías coincidían en prever hordas de turistas por sus calles estrechas) y silencio, pues a pesar de lo orientada al turismo que está, la tranquilidad de la mañana de miércoles nos benefició en poder atrapar algo mejor la atmósfera original del lugar.


Esa mañana se produjo también nuestra primera inmersión gastronómica en un restaurante que nos preparó un abundante combinando de antipasti que nos permitió conocer una muestra muy representativa de la cocina pugliese, que luego iríamos degustando poco a poco durante las sucesivas jornadas: Boconcini de mozzarela de buffala, scamorza rellena de prosciuto crudo, diferentes aceitunas aliñadas, riquísimo pan en brusquetas con tomate y aceite, pastelitos de diversas verduras, berenjenas en diferentes delicatessen de salsas y quesos... todo un festín que nos desvelaba ya lo que nos esperaba a lo largo del viaje.
Fue también nuestra primera muestra del plato rey de la pasta de esta región: Le orecchiete con le cime di rape, plato hasta hace no tanto considerado un poco como de pobres (al igual que casi toda la gastronomía de la región, proveniente de los productos de la tierra y de la escasez de medios de una mayoría de población de naturaleza muy agrícola y pobre) y que con el resurgir del elogio de la dieta mediterránea se ha impuesto como un imprescindible entre los tópicos gastronómicos de la península italiana. La pasta de grano duro en forma de pequeñas orejitas se acompaña de los brotes de brécol cocidos y refritos con ajo y especies en una combinación deliciosa.

La tarde la dedicamos a seguir nuestro recorrido por las imprescindibles grutas de la Castellana (en un recorrido sorprendente que nos llevó a caminar casi 3 kilómetros a 70 metros bajo tierra para admirar las diferentes cavidades que hay hasta llegar a la espectacular grotta bianca, en la que las estalactitas y estalagmitas formadas durante milenios sobre una roca caliza de una pureza inmaculada nos deja asombrados en un entorno de blanco marmóreo y belleza sobrenatural.

Continuamos hasta la costa, donde sólo nos dio tiempo de visitar una de las ciudades costeras que estaban en la lista. Elegimos Monopoli, la más interesante en las guías, que con su centro histórico estrecho, decadente sin llegar a lo ruinoso y un poco abandonado, nos ofreció la primera postal de la Italia del sur más pintoresca, llena de sorpresas, detalles kitsch y un paisaje humano inimitable.

La ciudad, además, cuenta con un entramado de calles muy acogedoras, llenas de elementos arquitectónicos como arcos, arquillos, esquinas, plazuelas, túneles... que son tremendamente agradables para el visitante.


Su puerto, al abrigo del castillo de los aragoneses, es pequeño y recoleto además de plácido y silencioso. Uno se sienta a contemplar el abigarrado paisaje de barcos grandes y pequeños entre los muros que encorsetan el minúsculo muelle y podría quedarse ahí horas y horas viendo lentamente desplegarse todo el microcosmos del lugar.

Un helado en la concurrida plaza central antes de partir sirvió de excelente punto final para un día en el que aún buscamos los vestigios de una ciudad troglodita abandonada en las afueras de la ciudad de Fasano (que terminaríamos visitando el día siguiente) y que culminó con una estupenda cena en una pizzería del centro de Martina Franca y un paseo posterior en el que comprobamos que la ciudad no perdía nada de su encanto por la noche. Hasta escuchamos a lo lejos los ensayos una de las representaciones de ópera del Festival que estaba teniendo lugar dentro del Palazzo Ducale.

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